martes, 17 de agosto de 2010

“¿Es posible que María de Nazaret haya experimentado en su carne el drama de la muerte?

MONSEÑOR TULIO MANUEL CHIRIVELLA VARELA

ARZOBISPO EMERITO DE BARQUISIMETO


La Asunción, 07 de Agosto de 2010

“LA DORMICIÓN DE LA MADRE DE DIOS”

HOMILIA


Son muchísimos los Sumos Pontífices que han enseñado expresamente sobre la muerte de María. Entre éstos, nuestro Papa Juan Pablo II, quien en su Catequesis del
25 de junio de 1997, titulada “La Dormición de la Madre de Dios”, reflexionaba:
“¿Es posible que María de Nazaret haya experimentado en su carne el
drama de la muerte? Reflexionando en el destino de María y en su relación con
su Hijo Divino, parece legítimo responder afirmativamente: dado que Cristo
murió, sería difícil sostener lo contrario por lo que se refiere a su Madre”


Dios inspiró a una joven monja de clausura la Dormición de la Bienaventurada Virgen María, la cual ella plasmó en su obra «Mística Ciudad de Dios». Se trata de la venerable Sor María de Jesús de Ágreda. Su obra "Mística Ciudad
de Dios
", Publicada en 1670, fue
prohibida por la Inquisición, pero después la prohibición fue levantada y ahora
hay 173 ediciones en varias lenguas con Imprimatur de los Obispos
Católicos.

Sor María de Jesús nos narra lo siguiente:

“Tres años antes del glorioso tránsito de María Santísima a los Cielos, Dios envió al arcángel San Gabriel para darle aviso a su Hija predilecta del tiempo exacto que le restaba de vida. Al oír que pronto terminaría su larga
peregrinación y destierro en este mundo, respondió con las mismas palabras que
en la encarnación del Verbo: Ecce
ancilla Domini, fiat mihi secundum verbum tuum
— “He aquí la esclava del
Señor, hágase en mí según tu palabra” ( Lc. 1, 38).

Unos días después la Virgen María comunicó el hecho al evangelista San Juan, quien a su vez se lo trasmitió a Santiago el Menor, que como obispo de Jerusalén estaba incumbido por San Pedro
de asistir al cuidado de la Madre de Dios.

Antes de su partida quiso nuestra piadosa Madre visitar por última vez los Santos Lugares. Cada estación la hizo con abundantes lágrimas, recordando lo que
padeció su Hijo, oró por todos los fieles que llegasen con devoción y veneración
a aquellos sagrados lugares en los futuros siglos de la Iglesia. En el monte Calvario se detuvo más tiempo,
pidiendo a su Hijo santísimo la eficacia de la muerte y redención que obró en
aquel lugar.

Con el beneplácito de su Hijo, nuestro Señor, se despidió luego de la Iglesia con estas dulces palabras:

Iglesia santa y católica, que en los futuros siglos te llamarás romana, madre y señora mía, tesoro verdadero de mi alma, tú has sido el consuelo único de mi destierro; tú el refugio y
alivio de mis trabajos; tú mi recreo, mi alegría, mi esperanza; tú me has
conservado en mi carrera; en ti he vivido peregrina de mi patria; y tú me has
sustentado después que recibí en ti el ser de gracia, por tu cabeza y mía,
Cristo Jesús, mi Hijo y mi Señor. En ti están los tesoros y riquezas de sus
merecimientos infinitos. Tú eres para sus fieles hijos el tránsito seguro de la
tierra prometida y tú les aseguras su peligrosa y difícil peregrinación. Tú
eres la señora de la gente, a quien todos deben reverencia; en ti son joyas
ricas de inestimable precio las angustias, los trabajos, las afrentas, los
sudores, los tormentos, la cruz, la muerte; todos consagrados con la de mi
Señor, tu Padre, tu Maestro y tu cabeza, y reservadas para sus mayores siervos
y carísimos amigos. Tú me has adornado y enriquecido con tus preseas para
entrar en las bodas del Esposo; tú me has enriquecido y prosperado y regalado,
y tienes en ti misma a tu Autor sacramentado. Dichosa madre, Iglesia mía
militante, rica estás y abundante de tesoros. En ti tuve siempre todo mi
corazón y mis cuidados; pero ya es tiempo de partir y despedirme de tu dulce
compañía, para llegar al fin de mi carrera. Aplícame la eficacia de tantos
bienes, báñame copiosamente con el licor sagrado de la sangre del Cordero en ti
depositada, y poderosa para santificar al mundo. Yo quisiera a costa de mil
vidas hacer tuyas a todas las naciones y generaciones de los mortales, para que
gozaran tus tesoros. Iglesia mía, honra y gloria mía, ya te dejo en la vida
mortal, más en la eterna te hallaré gozosa en aquel ser donde se encierra todo.
De allá te miraré con cariño y pediré siempre tus aumentos y todos tus aciertos
y progresos.”

Después, como acto seguido, la Virgen María ordenó su testamento, disponiendo como heredera universal de todos sus merecimientos y trabajos a la Santa Iglesia:

-Y deseo que, en primer lugar, sean para exaltación de vuestro santo nombre y para que siempre se haga vuestra voluntad santa en la tierra como en el cielo y todas las naciones vengan a vuestro conocimiento,
amor, culto y veneración del verdadero Dios.
En segundo lugar,
los ofrezco por mis señores los apóstoles y sacerdotes, presentes y futuros,
para que vuestra inefable clemencia los haga idóneos ministros de su oficio y
estado, con toda sabiduría, virtud y santidad, con que edifiquen a las almas
redimidas con vuestra sangre.
En tercer lugar, las aplico para bien
espiritual de mis devotos que me sirvieren, invocaren y llamaren, para que
reciban vuestra gracia y protección y después la eterna vida.
Y, en
cuarto lugar, deseo que toméis mis trabajos y servicios por todos los pecadores
hijos de Adán, para que salgan del infeliz estado de su culpa.







Tres días antes del tránsito felicísimo de María Santísima, por deseo suyo, se habían congregado los apóstoles y discípulos en la casa del cenáculo en Jerusalén. El primero en llegar fue
Pedro, traído milagrosamente por un ángel desde Roma, seguido por Pablo, luego los otros. Todos la saludaron con reverencia pero muy tristes, porque sabían que
venían a asistir a su partida. Pedro,
como cabeza de la Iglesia, les comunicó el motivo de su venida, y los condujo
al oratorio donde vieron todos a la Santísima Virgen María hermosísima y llena de resplandor celestial. Puestos en su presencia, la Virgen Santísima
comenzó a despedirse de ellos, hablando
a todos los apóstoles singularmente, y algunos discípulos, y después a los
demás presentes juntos, que eran muchos
. Sus palabras como flechas de divino fuego
penetraron los corazones de los presentes, rompiendo todos en lágrimas y dolor
irreparable se postraron en tierra.
Después, les pidió que con ella y por ella orasen todos en silencio, y así lo
hicieron.

En esta quietud sosegada descendió del cielo el Verbo humanado, y se llenó de gloria la casa del cenáculo. María Santísima adoró al Señor, quien le ofreció llevarla
a la gloria sin pasar por la muerte. Se
postró la prudentísima Madre ante su Hijo y con alegre semblante le dijo: Hijo
y Señor mío, yo os suplico que vuestra Madre y sierva entre en la eterna vida
por la puerta común de la muerte natural, como los demás hijos de Adán. Vos que
sois mi verdadero Dios, la padecisteis sin tener obligación a morir; justo es
que como yo he procurado seguiros en la vida os acompañe también en morir”.

Aprobó Cristo el sacrificio y voluntad de María Santísima y los ángeles comenzaron a cantar con celestial armonía. De la presencia del Salvador sólo algunos apóstoles tuvieron especial visión, los
demás sintieron en su interior divinos y poderosos efectos, pero la música de
los ángeles la percibieron con los sentidos la mayoría de los que allí estaban. Entonces se reclinó María Santísima sobre su
lecho, con las manos juntas y los ojos fijos en su Divino Hijo. Y cuando los
ángeles cantaban: “Levántate, apresúrate,
amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven que ya pasó el invierno...”

(Cant. 2, 10), en estas palabras pronunció Ella las que su Hijo Santísimo dijo en
la Cruz: “En tus manos Señor, encomiendo mi espíritu” (Lc. 23, 46).
Cerró los virginales ojos y expiró.

La enfermedad que le quitó la vida fue el amor. Y el modo fue que el poder divino suspendió el auxilio milagroso que le conservaba las fuerzas naturales para que no se
consumiese con el ardor y fuego sensible que le causaba el amor divino.

El sagrado cuerpo de María Santísima, que había sido templo y sagrario de Dios vivo, quedó lleno de luz y resplandor y despidiendo de sí tan admirable y nueva fragancia que todos los presentes quedaron
llenos de suavidad interior y exterior.
Acontecieron grandes maravillas y prodigios
en esta preciosa muerte de la Madre y Reina. Porque se eclipsó el sol y en
señal de luto escondió su luz por algunas horas. Se conmovió toda Jerusalén, y
admirados concurrían muchos confesando a voces el poder de Dios y la grandeza
de sus obras. Acudieron muchos enfermos y todos fueron sanados. Salieron del
purgatorio las almas que en él estaban. Y la mayor maravilla fue que al expirar
Nuestra Señora, también otras tres personas lo hacían en la ciudad; y murieron
en pecado sin penitencia, por lo cual se condenarían, pero llegando su causa al
tribunal de Cristo pidió misericordia para ellas la dulcísima María y fueron
restituidos a la vida, y después se enmendaron de modo que murieron en gracia y
se salvaron.

Los apóstoles encargaron a las dos doncellas que en vida habían asistido a la Madre y Reina para que, según la costumbre, ungiesen el cuerpo de la Madre de Dios y la envolviesen en la
sábana, para ponerle en el féretro. Entraron en el oratorio donde yacía la
venerable difunta, pero el resplandor que la envolvía las deslumbró de suerte
que ni pudieron tocarle ni verle ni saber en qué lugar determinado estaba.
Luego San Pedro y San Juan confirieron el portento, oyendo asimismo una voz que
les dijo: “Ni se descubra ni se toque
el sagrado cuerpo”.
Así,
disminuyendo un tanto el resplandor, los dos apóstoles levantaron el sagrado y
virginal tesoro y le pusieron en el féretro. Entonces se moderó más el resplandor y todos
pudieron percibir y conocer con la vista la hermosura del virgíneo rostro y
manos
.

Del cenáculo partió el solemne cortejo al cual acudieron casi todos los moradores de Jerusalén. El sagrado cuerpo y tabernáculo de Dios fue llevado por los apóstoles en hombros hacia el valle de
Josafat, en donde se había providenciado un sepulcro. En el camino se
sucedieron grandes milagros: los enfermos quedaron sanos, muchos endemoniados
quedaron libres y mayores fueron las conversiones de judíos y gentiles. Al
llegar al sepulcro, San Pedro y San Juan colocaron en él al venerado cuerpo y
cerraron la tumba con una laja”.

Hermanos, en la narración que acabo de señalar, la muerte de María nos sirve de ejemplo y consuelo. María debió morir para
enseñarnos a bien morir y dulcificar con su ejemplo los supuestos terrores de
la muerte. Los recibió con calma, con
serenidad, aún más, con gozo, mostrándonos que no tiene nada de terrible la
muerte para aquéllos que en la vida han cumplido la Voluntad de Dios. La Santísima Virgen María, habiendo sido
concebida sin pecado original tenía derecho a no morir. Pero, Ella, implicada en la obra redentora y asociada a la ofrenda salvadora de
Cristo, quiso compartir el sufrimiento y la muerte con vistas a la redención de
la humanidad.

Pidamos a nuestra Madre del cielo, que nos enseñe a no temer a la muerte, y que nos enseñe también a amar a la Santa Iglesia de su Divino Hijo, como ella le amó acá en la tierra, que la sintamos muy nuestra como ella la sentía muy suya,
cuando en su oración personal la llamaba
tesoro verdadero de
mi alma, tú has sido el consuelo único de mi destierro; tú el refugio y alivio
de mis trabajos; tú mi recreo, mi alegría, mi esperanza; tú me has conservado
en mi carrera; en ti he vivido peregrina de mi patria
;” Demos gracias infinitas a Ella por habernos
incluido en su testamento. Y recordemos siempre su promesa “Mi
Iglesia militante, d
e allá arriba te miraré con cariño
y pediré siempre tus aumentos y todos tus aciertos y progresos.

Hermanos todos en nuestro Señor Jesucristo, no estamos solos, Ella camina con nosotros a la Casa de nuestro Padre que está en el Cielo. Amén.

No hay comentarios:

Publicar un comentario